domingo, 17 de junio de 2012

ELEGÍA DEL FUTURO SUICIDA (Rolando Cárdenas, 1933-1990)



Yo hablo de la integridad

como si la palabra misma fuera indivisible,

o como si todo alguna vez no retornara a nada.



Pero esto no es así.



Llega un momento en que se acaba el sueño,

La mano ya no quiere aprisionar.

La flor se desploma sobre el musgo.

Los ojos quedan secos.

La caricia no existe.

Ni la palabra amada.

Ni el rumor que se levanta del saucedal frondoso.



Nada importa que el viento golpee en cada puerta.

Ni que la lluvia humedezca nuestro calzado y nuestra alma.

Ni que la abulia sea un buitre que devora a pedazos la esperanza.



Se quiere aprisionar la risa en el puño

como una mariposa,

pero ella se aleja hacia otros privilegios.

No quiere compartir el beso que la boca entrega en la ausencia,

ni el cuerpo que se da en la hora furtiva,

ni la palabra que impulsaría a conquistar el aire.



La soledad alzándose, infatigable planta,

va construyendo un clima de sonrisas enlutadas.

La memoria yace derribada por la astenia

en actitud de delirio.

Ni siquiera es capaz de crear el grito salvaje de la angustia.



La indiferencia penetra por la piel royéndola de a poco.

El asombro por lo que no creímos

se va quedando sólo en pesadumbre

que nos va señalando nuestra propia miseria resignada.

La alegría misma ha quedado derribada en algún rincón de nuestro propio

olvido.



La lengua no blasfema.

Está extática y sola.

A su lado está también la canción trunca

que en un principio pregonaba la fuerza.



El corazón se va quedando solo.

Solo en el día.

Solo en la noche,

como un grito abandonado y yerto.



Ya nada es demasiado indispensable,

sólo el aire.

Lentamente el cansancio va forjando su lágrima.

Todo es latir apresurado hacia el final,

porque en la hora dura no queda nada:

la pureza,

el tiempo del amor iluminado,

el beso antiguo

son casi dolorosa inexistencia.



Pero se llega al día límite

que nos espera como un muro infranqueable

despojado de todo,

que es una manera de mostrar la certeza.



También se puede sonreír al borde de la vida.



domingo, 3 de junio de 2012

JEAN ARTHUR RIMBAUD O LA SUITE NEGRA (Carlos de Rokha, 1920-1962)



Él, que jamás ha osado poner precio a sus sueños,

Vio a los centinelas escupir los más espléndidos tapices

A ellos, los mismos que un día negaron las uvas del delirio.

El Festín de las Gracias lo había maldecido.

Bebía un licor extraído de todos los pantanos.

Donde la más bella aventura se perdía en sus propios misterios.

Mientras los aldeanos le veían salir de Les Ardens.

¡A dónde iba cuando en los graneros ardían los mitos del silencio?

¿Hacía qué radas de desventura en qué oscuros caballos de espuma lloraba a orillas del mar?

Ángel por demonio su ensueño se ha saciado.

Con los heliotropos mea las estrellas

Cuando las Furias le soplaban las orejas

Y su cabeza de fauno ardía por las hidras

Por el ángel que afeitan vive siempre sentado

Prófugo de sí mismo quienes le adoraban eran los malditos

Los que pedían sus visiones a un Leviatán de los paraísos infernales.

Ellos han besado sus manos igualmente lamidas por larvas en desorden.

Ellos amaban al infante prodigioso.

Alquimista de vocales hechicero castigado despierta.

Rompe las llaves mágicas que guardaban su clave

Y contra toda piedad arroja el mismo hastío.